
«El cine… ese invento del demonio», dijo una vez Antonio Machado. Y llegamos a entenderlo. La persistencia retiniana es la clave para que caigamos en esa mentira que representa el séptimo arte, en una fantasmagoría de nuestros miedos. El cine representa una fascinación sobre la imagen que, en ocasiones, resulta ser malsana.
Las snuff movies, películas sobre muertes reales, representan el culmen del grotesco espectáculo de la existencia humana. Los niños y el terror, con el dios comeniños bughuul de Sinister, simbolizan el otro culmen de la degeneración humana: la desatención que sufren los más débiles. Sinister aúna esos dos aspectos: cine y niños. ¿Qué podría salir mal? Pues muchas cosas.
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Pesadilla literaria
Ellison Oswalt, un escritor de libros sobre casos policiales no resueltos, se muda a la casa donde se cometió un asesinato, para descubrir quién está tras la desaparición de la hija de la familia (la única superviviente). En el desván encuentra una serie de películas de 8mm donde verá hechos cotidianos como un día de piscina, una barbacoa, una siesta… que terminan con los cruentos asesinatos de los miembros de la familia, todo ello en imágenes terriblemente perturbadoras. Pero incluso así, Ellison, que vive para su literatura, no abandonará un proyecto que lo llevará hasta el
límite. Ese es solo el comienzo de Sinister.
El terror es el género más conservador. Supone una transgresión de ciertas reglas para, al final, defender una ideología socialmente aceptada. «Duérmete, niño, duérmete ya, que viene el Coco y te comerá»… A cualquiera que le cantasen esta canción, que sepa que sus padres lo odiaban.
En Sinister, la idea es que un padre que desatiende a sus hijos y su familia en pos del éxito literario, pagará por ello. Si se preocupase más por sus hijos y su esposa, no habría pasado nada de esto. Y si no hubiese tenido familia, tampoco.

Pesadilla fílmica
La primera mitad de la película es muy buena, con escenas que generan desazón en el espectador, como esas cintas en 8mm acompañadas de una música insoportable sacada de librería y a la que se suma un Christopher Young alejado de la magnificencia demostrada en Hellraiser o Arrástrame al infierno.
Ethan Hawke interpreta a un trasunto del director Scott Derrickson, recorriendo esos pasillos a oscuras (hay que ahorrar en electricidad) y dando una buena interpretación, algo no muy usual en el género. Toda la parte de sus debates internos, sus dudas, su deseo de ir al límite para acabar la novela, me parecen que embarcan al espectador en una gran pesadilla.

La irregularidad del final
La segunda mitad, cuando entra en juego el elemento sobrenatural, Sinister degenera a una película más convencional, que cae en el jump scare y en un villano, Mr. Boogie, que surge de una imagen comprada por los creadores tras verla en Internet y que parece un miembro de la banda Slipknot (podría ser peor, querían que se pareciese a Johnny Depp en Charlie y la fábrica de chocolate).
Es ahí cuando se alarga más de la cuenta para tener una resolución que, como cortometraje, ya hubiese funcionado, pero que aquí queda como un desenlace curioso que nos hace debatirnos sobre qué estarían pensando para hacer una segunda parte de Sinister (en el dinero, ¿en qué si no?).
Sinister en 2012 supuso un atisbo de esperanza para un director que llevaba curtiéndose en el género desde hacía décadas, Scott Derrickson, quien debutó con Hellraiser Inferno y, años después, llegaría a estrenar, en 2016, Doctor Extraño. Viendo su trayectoria, sí… el cine… ese invento del demonio.